Por Natalia B. González Delgado
Sentada en la butaca semireclinable del hospital, con el abrigo puesto y mis brazos entrelazados frente a mí, observaba con detenimiento a mi abuela. El frío semejante al de un congelador helaba mis labios, manos y pies. ¿Lo sentirá? , me pregunté. Deslicé suavemente mi mano sobre su piel. Expelía puro calor. Suponía que la frialdad insolente de ese frigorífico alejaba a mi tegumento de las temperaturas reales. Sobrentendí que estaba templada por su grueso colchón. ¿Estará cómoda?, me cuestionaba. Pero seguía sin conocerlo, pues no podía responderme. Su enfermedad la mantenía inmóvil, ese mal del Alzheimer que desvanece la lucidez hasta exterminarla.
Sentada en la butaca semireclinable del hospital, con el abrigo puesto y mis brazos entrelazados frente a mí, observaba con detenimiento a mi abuela. El frío semejante al de un congelador helaba mis labios, manos y pies. ¿Lo sentirá? , me pregunté. Deslicé suavemente mi mano sobre su piel. Expelía puro calor. Suponía que la frialdad insolente de ese frigorífico alejaba a mi tegumento de las temperaturas reales. Sobrentendí que estaba templada por su grueso colchón. ¿Estará cómoda?, me cuestionaba. Pero seguía sin conocerlo, pues no podía responderme. Su enfermedad la mantenía inmóvil, ese mal del Alzheimer que desvanece la lucidez hasta exterminarla.
En el silencio, sólo escuchaba su respiración entrecortada que en ocasiones era interrumpida por una fuerte tos que le dificultaba aún más su aliento. Intentaba hallar más aire del que podía inhalar a través de la mascarilla de oxígeno.
La enfermera entró y colocó sobre la mesita un potecito junto a una jeringa que se acercaba al tamaño de mi dedo anular. Al sacudir el envase pequeño, introdujo la inyección, la extrajo y la golpeó con el dedo central y el pulgar. Luego le amarró el suero fuertemente al antebrazo y sin compasión le espetó el agujón. Al parecer no localizaba la vena. Comenzó a retortijar el área con la jeringuilla. Nunca la encontró. Repitió el procedimiento en el otro brazo y se topó con la misma conclusión. La hinchazón no permitía que el medicamento fluyera, pero a la encargada de asistir a los pacientes no le importó y continuó.
¿Me verá?, me pregunté con angustia. Cuando me miraba fijo sentía que sus ojos me decían: “¡sácame de aquí!”, la posición de sus cejas también me lo sugería. En su rostro veía una expresión de desesperación y dolor. No pude contenerme. El taco que me magullaba la garganta ató a mis fuerzas. En ese momento sentí que a mi corazón lo encerraban en un puño. Las lágrimas corrieron silenciosas de mis ojos entristecidos. Sin padecer su dolor, lo sentía y sin importar cuán sufrible fuera deseaba ser yo quien estuviese en su lugar.